un día como cualquier otro.

Cuento del escritor cubano: Osvaldo Antonio Ramírez

-¿Cómo puede ser eso? -preguntó Shújov-. Hasta nuestros abuelos sabían que cuando más alto está el sol es al mediodía.
-¡Eso era para los abuelos! -le dijo el capitán de marina-. Pero desde entonces salió un decreto, y cuando más alto está el sol es a la una del día.
-¿Y de quién es ese decreto?
-¡Del poder soviético!

Un día de Iván Denísovich.
Alexander Solzhenitsin

 

Andaba por los barrios a la caza de algún revendedor de café contrabandeado cuando Aquella se me apareció como un hada madrina. Montaba bicicleta pero no es eso lo más importante, la relevancia del encuentro es que vestía una bata de casa holgada y de cuello ancho y cuando se detuvo para saludarme, muy amable, miré por el escote y vi las tetas. Bajó los pies y recostó los brazos al manubrio y la tela se despegó del cuerpo. Entonces, todo se me descubrió por el túnel: las tetas capaces de provocar convulsiones, el ombligo perfectamente delineado y más abajo, en caída precipitada, el blúmer azul apretando un Monte de Venus abultado y simétrico y perfectamente visible porque la muy cabrona no tenía ni gota de tejido adiposo. ¡Dios mío! ¿Cómo podía ocurrirme semejante cosa? Las rodillas me temblaban, el gaznate se contrajo y apenas pude balbucir, eh, ¿qué haces por aquí? Ella, muy culturosa y segura de que Yo estaba noqueado, uf, estuve escribiendo toda la madrugada y salí así mismo a pasear un poco, si vieras lo que escribo ahora te caes de espaldas. Me disparó la sinopsis de un cuento en el que un mendigo recorre latones de basura buscando desperdicios y sólo encuentra libros de marxismo y mierda. Le dije que fuera a mi casa, después de las ocho, hora en que Sura, mi mujer, se iba para la peluquería a cambiar colores de pelos y estirar pasas y que llevara el cuento para revisar pero dejé entrevista la posibilidad de que mi única intención era pasarle la cuenta. Quise retenerla un rato más para no perder el paisaje antes de la batalla y le pregunté por los vendedores de café, si había leído a Sartre, a Camus o Salinger, ¡Dios mío!, y a Vargas Llosa, le disparé la sinopsis detallada de El código Da Vinci y le dije, muy adolorido, que Saramago parecía retractado y que se fumaba la pipa de la paz a cambio de una presentación de El evangelio según Jesucristo y un paseo por La Habana. Aquella me disparó una sonrisa parecida a la de La Gioconda, pero con ganas de joder y me dijo, está bien, nos vemos, pero la retuve de nuevo y le pedí que me recordara enseñarle Lengua Suelta, los artículos de Fermín Gabor que tenían a media intelectualidad cubana con deseos de agarrarlo por el cuello, ah, no me digas, mira qué interesante, dijo y tapó el túnel con la mano, gesto que daba por concluida la conversación, algo así como: se acabó lo que se daba monada. Se esparrancó sobre el sillín y me dejó con la boca abierta y sin café.

Es del carajo porque el niño no desayuna otra cosa que café con leche, dijo Sura y salió escaleras abajo, pensé que daría un portazo pero, aunque lo hubiera hecho, aquí no lo podría escribir porque habría resultado un lugar demasiado común. Yo fui al espejo y dejé que mis ojos devolvieran una mirada triste de carnero recién degollado y a mi espalda un muro de contención pero se me quitaron los deseos de afeitarme y quise hojear un libro pero no tenía ánimo para leer y decidí encender un cigarrillo para que el humo entrara hasta las entrañas, parece que tampoco las entrañas tenían deseos de que las estuvieran jodiendo y el cigarrillo se apagó y en el momento justo en que iba a gastar el último fósforo para encender la colilla entró Sura con dos envoltorios hechos en papel de periódico con sus correspondientes onzas de café. A ver si terminas un libro y lo cambias por comida, disparó mientras fregaba la cafetera y no tuvo que decir más para dejar probada mi inutilidad en asuntos de comercio de rescate. Dividimos el contenido de la cafetera en dos tazas y la leche para el niño, la vi contraer el entrecejo mientras tragaba un buche de café. ¿Café?, soltó cuando le dije que estaba caliente, esto es chícharo puro, ya ni vergüenza queda y hablando de chícharos, escoge unos pocos y los pones a la candela para el almuerzo o nos vamos a ir en blanco. Se fue, no en blanco, salió para la peluquería. Me voy a luchar para sacarle a las cabezas el sustento de la casa, disparó llegando a la puerta. Yo tuve que salir disparado para el baño porque el café me dio un dolor de estómago que por poco no me deja llegar a la taza, no a la del café de los retorcijones de barriga sino a la de cagar, y casi no me da tiempo, apenas pude bajarme el pantalón en el momento justo.

Salí del baño y tiré los granos encima de la mesa, sobre el mantel blanco que de pronto se llenó de puntos negros que se movían al sentirse descubiertos, sorprendidos in fraganti, cabrones gorgojos. Con la yema del índice los aplastaba, a veces todo un montón y los sentía despatarrarse bajo la presión del dedo, señalados por mi mano como si para ellos fuera la mano de Dios. El mantel estaba cubierto de cadáveres como en el campo de batalla de "Lo que el viento se llevó" y algunos gorgojos malheridos pidiendo auxilio pero la mano de Dios se encargó de la piadosa tarea de aliviar su sufrimiento.

Me fui a la Remington a escribir esto pero... ¡coñó!, en la Remington había gorgojos, si serán jodedores los muy cabrones y cuando me dispuse a sacudir la máquina en el balcón tocaron a la puerta. Era Aquella por lo que todo tendría que esperar para después. Como si te hubiera tragado la tierra, bostezó. Vestía como la más cotizada de las putas. Se quejaba de que estuvo llamando para asegurarse de que Yo estaba en casa para no subir en balde, uf, hasta que se decidió a venir porque era imposible que me hubiera tragado la tierra y menos en un pueblo como este, aquí la gente no se pierde como en Amsterdam o Venecia; ¿por qué en ciudades que se hunden, acaso tienes en el subconsciente la paranoia de irte abajo sin remedio?, lo que pasaba es que nuestras vidas se parecen mucho a este tipo de hundimiento, tres centímetro por año, ¡¿tres centímetros?!, en realidad no sé pero se hunden como nosotros hasta que el agua nos cubra y plum, pasaporte directo al otro mundo, pero suavecito, con onda de primer mundo, Venecia se hunde blup, blup, blup, tres centímetros por año o algo así y la gente en góndolas y lanchas de motor y botes de vela por los canales blup, blup, blup sin darse por enterados y el agua subiendo y subiendo y ellos de aquí para allá y de allá para acá en sus góndolas y hasta en carabelas La Niña, La Pinta, Santa María, madre de Dios, no me daba cuenta de que nos pasa lo mismo blup, blup, blup pero no a tres centímetros por año sino a tres años por centímetro hasta que desaparezcamos, ¿por qué no hacemos algo? escribir, denunciar, que la gente sepa, ¿en un pueblito que Macondo miraría por encima del hombro? y los opositores, o-positores, o-supositores, ¡oh!, supositorios, allá en Labana contando el dinero de las remesas y nosotros aquí contando los clavos que dejó marcados la bota de Alguien cuando nos dio la patada en el culo, opositores, supositorios para que cagues blandito porque de tanta patada nunca más licúas, y los recién casados en góndolas como si nada y los poetas embobecidos, embebidos, embobecidos como lo que son, bobos que miran el reflejo de la luna en las aguas de los canales, ahora tenemos cuatro canales, ¿dónde?, en la televisión, mejor algo que nada, podremos ver a Venecia que se hunde y el reflejo de la luna y a los poetas, poetas somos nosotros que hacemos poesía con la supervivivencia diaria y los gorgojos, poetas que nadie lee ni oye ni un carajo, al carajo los poetas y la literatura, literatura se escribe con mayúsculas L I T E R A T U R A, no tanto, es un sustantivo común, propio, común, propio, es muy común que no tengamos nada propio, ¿y el cuento?, ¿qué cuento?, el cuento que te cuento ¿te gusta?, me gustas, ¿el cuento?, qué cuento ni qué ocho cuentos, me gustas tú y las tetas, las tetas y las retretas, no me hables de retretas que me acuerdo del servicio militar, me voy porque se hace tarde, que tarde ni tarde nunca es tarde si la teta es buena. Ciento catorce Suras y no sé cuántos dulces de coco del abuelo, que rico el dulce de coco, qué dulce de coco ni qué ocho cocos rica estás tú, ciento catorce Suras y movimientos de cintura ciento catorce Suras y ciento catorce tetas en la boca, sólo dos, las mías, ahora son mías, mía pa 'lla que hora es, me voy que si tu mujer llega me lanza por el balcón y caigo en Valencia despetroncada encima de una góndola, ponte el blúmer, me voy así mismo para que el aire me la refresque porque eres un animal por ahí no se llega al cielo y me duelen los pezones y la tibia y el peroné porque me tiraste de la cama como si fuera de una góndola pero en Venecia hay agua y aquí el piso es duro y casi me rompo los huesos.

Aquella se fue y Yo comenzaba a sentir miedo por lo cercano del mediodía y como Sura es tan impredecible podía aparecer en cualquier momento. La carne se me puso de gallina, no la piel del lugar común, la carne, incluido el pene que se refugió precipitadamente en el interior del pubis y me entraron temblores hasta en los calcañales y deseos de orinar. En eso sonó el teléfono.
-No voy a almorzar-. Era Sura, por supuesto. -Apareció una cliente que tiene como setenta años pero necesita que le rebaje la cuenta a menos de venticinco y en la resta me busco treinta pesos. ¿Pusiste los chícharos?

-Sí... están en la candela.
-¿Los revisaste bien? Me pareció que tienen gorgojos.
-No... que va, muchacha, están de lo más buenos, limpiecitos.
-Cuando se ablanden le pones un pedazo de calabaza que hay en el refrigerador, machaca unos dientes de ajo... ten cuidado con la sal, cuando no llegas te pasas.

La olla comenzó a sonar.
-Como usted diga, general. -Ensayé una broma pero ella como si nada.
-Y que no se te peguen porque te pones en la máquina y olvidas que el mundo existe.

De mi pene se deslizó una gota tardía de semen como para recordarme que el peligro de ser descubierto se balanceaba sobre mí, la Remington y la olla de chícharos.

Colgué y corrí al baño. Lavé bien el calzoncillo y me di una ducha para desaparecer cualquier indicio de roce piel-piel. Froté con fuerza la boca, la barbilla y los hoyuelos de la nariz para borrar el olor a vagina y puse a secar el calzoncillo detrás de refrigerador, comencé a trotar en medio de la sala hasta que llegaron los primeros sudores. No me unté desodorante ni perfume porque me habría servido en bandeja de chícharos.

Intenté escribir el cuento de un escritor que escoge chícharos con gorgojos y se tiempla a una escritora que lo visita pero el narrador se me rebeló y se fue escaleras abajo, en el camino encontró al tipo que registra desperdicios en el cuento de Aquella y se fueron juntos a revolver latones de basura, encontraron un libro de Engels, el encantador amigo de Carlitos... ¿¡amigos!?, no seas suspicaz y córtate la lengua viperina para que la cocines con los chícharos... envolvieron los granos en las hojas de acuerdo a la cantidad que indicaba el número de página, continuaron hasta encontrar una gigantesca plasta de mierda de perro, mezclaron los paquetes con la mierda y los pusieron en una enorme caja de regalos. ¿Para regalárselo a quién? Usted sabrá. No me atrevo ni a pensarlo.

Comimos arroz con chícharos: el niño chícharos con arroz y un huevo frito, nosotros tortilla de un huevo para dos. Bebimos café y nos tiramos en el sofá a mirar televisión. El niño jugaba a que Godzila se comía al pato Donald, algo así como que se coman entre ellos.En eso me acordé del calzoncillo. ¡Madre mía, el calzoncillo! Me hice el comemierda y fui hasta el refrigerador, agarré la prueba del delito y la introduje entre las patas del pantalón que había dejado tirado en el baño, así, descuidado, porque el exceso de previsión me hubiera delatado. Sura me dijo, tengo sueño y fue hasta el cuarto. Sacó de su mochila un frasco de tinte que, según ella, rendía para tres veces por treinta igual noventa, treinta libras de arroz si lo encuentras a tres pesos o tres libras de carne de res si aparece el punto, ¿¡carne de res!?, ni locos. El niño se durmió entre nosotros. Lo llevé para su cama. Cuando regresé Sura estaba dormida, parece que sin deseos de hacer el amor.

Cuento del escritor cubano: Osvaldo Antonio Ramírez