.....................Suceso
en la laguna
Por
Sael Cuba Ravelo
Llegó el mozalbete.
Unos once años tiene, sudoroso, mareado, luego de su úl-timo
día de clases. Termina la semana. Morado está, agarrones
y pequeños combates entre colegiales colorean sus mejillas. La
etapa de la secundaria es puñetera y la salida de las escuelas
siempre son duras; pero más duras eran para Julito, las largas
jornadas de clases entre ecuaciones, dictados, símbolos químicos,
y protozoos. Lo soportaba, a esa edad no hay más remedio que se-guir
las reglas, y si su cuerpo estuvo allí entre gritos, polvo de tizas,
pedos mal olientes y todo tipo de material que pueda ser lanzado por la
cabeza con suti-leza; su mente corría por las márgenes del
río hasta los potreros de guayabas cotorreras y cercas de ciruelos
silvestres. Precisamente era tiempo de ciruelas maduras. Todo esta planeado:
se reunirán en la laguna esta tarde.
Tiró el bulto de libros tras un suspiro de triunfo. No la pesada
carga, ni el lar-go trecho vencido; sus pulmones se aventan por los dos
días de libertad que representa haber terminado la semana. "Al
fin", parece decir. Qué más da, lo importante es que
cobra vitalidad al despojarse del uniforme.
-Mami, sirve rápido, que voy a jugar pelota con los del barrio.
La cuestión es no ser de los últimos en el reparto de turnos;
además el resto de los chicos lucharían por ser los primeros,
sabiendo que de otro modo el em-barro seria desagradable. De seguro ya
los jimaguas del saltadero desfilan por el sendero del manantial con sus
enormes pies descalzos de cuero duro, insen-sibles a la aspereza de los
guijarros. El apacharrado Manuel, como un jicoteo cruza el charco a nado,
siempre uno de los primeros. Miguelito, con sus dos primos, viene del
otro barrio a usurparles territorio. Las delicias de las dos puercas madres
de Venancio atraen a muchos moscones. A Raulito y el Rana también
les gusta, y qué decir del Piojo, el muchacho raquítico
de la loma, es punto fijo.
Todo esto hace que Julito trague la comida por obligación casi
sin masticar. No hay tiempo que perder. El último bocado baja empujado
a la fuerza por medio vaso de agua, sin aun haber terminado el plato.
-Mami, me fui- Sale dispa-rado sin atender a los reclamos de la madre,
que exige una vestimenta ade-cuada para proteger del sol; pero no escucha.
No quiere ensuciar más ropa y delatar su práctica. -Nos
damos un baño en el río cuando acabe el juego -dice mientras
atraviesa a toda carrera el fondo del solar, cubierto tan solo con un
viejo pantalón corto de mezclilla.
Allí se abre el rió imponente, imposibilitando el acceso
corto a la laguna. Solo un estrecho puente brinda el camino más
largo, y las siluetas de dos cabezas bajan por el farallón tras
la niebla de arco iris que levanta la cascada. Debía echarse al
agua si quería adelantarles. El paso está fuerte, aguas
que llegarían a la cintura sin remedio. Mientras decide moja la
frente y las patas, sin quitar la vista de los jimaguas, que alcanzan
el manantial tras una apresurada mar-cha. - ¿Me habrán visto?
-Se pregunta desdichado, viendo romper en carrera a los dos peliamarillos.
Un golpe de agua lo sorprende. Como rana-toro, el ji-coteo cae al agua
en un grito de guerra para perderse en las turbias aguas y salir a la
mitad del charco con risa burlona. -Hoy sí te jodiste conmigo.
Julito, Julito, te partieron el culito -repite alejándose a brazadas.
El muchacho, enco-lerizado con su rival, después de un momento
de vacilación se hunde en el pe-dregoso rápido, lastima
sus pies con filosos bordes. Es como los demás, aun-que su crianza
fue fina; no obstante los intereses son iguales, y se empeñaba
en no ser menos luchando por la aceptación en el grupo de zarrapastrosos.
Al-canzada la otra orilla, aminora la marcha, luego de encontrar un monte
de pinchosas dormideras que cierran el paso. Torturado el infante lamenta.
-Quién me mandaría a venir descalzo- Mientras ve a los demás
alejarse a toda carrera, alcanza finalmente el suave trillo de húmeda
arcilla, donde a las claras comprende ser último, como tantas veces.
Las impresiones del Piojo, peque-ñas y finas, los tennis de Raulito,
las botas del Rana, todas aplastadas por las desproporcionadas lanchas
de los jimaguas. Solo faltan Miguelito y los primos, pero esos cruzan
un paso más abajo. Sube la lomita y tras ella las frondosas guásimas
al pie del guayabal. Efectivamente, todos están allí, excepto
los del otro barrio. El Rana con la prieta, y Manuel con la colorada,
la que a Julio le gusta. Da cintura el condenado, aferrado a los cuartos
traseros del manso animal en graciosas contracciones de muslos y glúteos
que se recogen como tapitas de limón; volteando su cara mongoloide
hacia los demás, con la expre-sión de idiota que suele provocar
el placer.
- ¿Quién es el último? -dice Julito desanimado.
-No se la echen dentro -grita el otro jimagua.
-Tengo el uno pal doble -salta el piojo.
No tiene respuesta, va a insistir; pero es sorprendido por voces que no
salen de entre ellos. -Corran, que por ahí viene pape -vocea el
hijo de Venancio.
Se repliega la pandilla en desbandada por el tupido guayabal. Falsa alarma,
tomadura de pelo. El Preuniversitario había salido de pase temprano,
ahí están ya Ernesto y el hijo del dueño tomando
posesión del botín. -¡Qué descarados son! -exclama
Manuel, a quien se la dejan en la uña.
Eso no se vale. Tienen novia y se pueden chantajear; pero son grandes,
pelear sería desventajoso; además, el trato era silencio
de ambas partes o todos se joden. De enterarse Venancio, de seguro cambiaría
el amarre más cerca de casa, y eso no conviene.
La primera guayaba, pasa zumbando entre los intrusos que se banquetean.
No hacen caso hasta que se le une media docena de lanzadores. Una lluvia
de piedras verdes alcanza los flancos de animales y jinetes. A respuesta
dos se-borucos desgajan los guayabos. -Ñoo
están tirando
con bazuca! -dice al-guien, en retirada de sálvese quien pueda.
La desintegrada escuadra se reúne en la cerca del potrero después
de la ro-tunda derrota. No hay reclamo de heroísmo o cobardía,
solo risas y lamentos arrancados por el ardor que dejan las malezas en
las desnudas piernas tras la estampida.
Julio sufre y aguanta callado, mira de frente las caras; satisfecho de
haber sido quien originara el fallido combate, exigiendo un reconocimiento
público que no llega.
-Julito se las puso; llegó de primero, cuando la cosa se pone
fea sí corre.
-Éste que
es un pendejo.
-Déjenlo que llora.
-El niño de mama.
El muchacho no pude entender, siempre menospreciado. Corre los riesgos
más osados, y sin embargo
¿Sería a causa de
su débil temperamento? Calla, no es su fuerte el combate verbal,
y sube ya por el tronco mohoso del ciruelo, unido a sus congéneres
por alambres y estacas. La barrera verde ondula como serpiente la margen
derecha del río. Los gajos se entrelazan en abundante fruto. Los
demás también se unen, mueven mandíbulas como rumiantes;
caen las semillas desnudas y se escapa la saliva ácida. El Rana
se repugna el prime-ro, pasa la lengua en una mueca por el amarillento
y partido diente; dejando escapar una fruta, que llega al rostro del noble
muchacho solo a dos madres de distancia. Responde valiente, lanza ráfagas
a puñados e invita al conflicto bélico. La curia se alborota,
grita, aúlla eufórica. Amparados por la ventaja, arremeten
feroces y despiadados contra el objetivo indulgente; que resiste heroicamente
sin claudicar, tras un par minutos de ofensiva. El Piojo, con agi-lidad
y salto de rata, alcanza el árbol continuo, sobre un débil
puente de fo-llaje; los demás echan pie en tierra luego de agotar
las municiones del árbol que comparten para avanzar en el frente
de batalla hasta el próximo polvorín, sin dejar de tirar
algún turroncito camuflado. Julito, fuera de todo pronóstico,
no saca bandera blanca tras el avance enemigo. Eufórico también
por el calor de la batalla, y acribillado a balazos, intenta retirar su
línea defensiva al estilo del raquitico.
Cruje la rama, rechinan los alambres y saltan las grapas. Sobreviene el
silen-cio, la laguna parece hundirse, asfixiarse en el tiempo detenido.
Un soplo infi-nito de brisa echa sobre todas las caras el lamento que
sube de la tierra hú-meda, cortado por espasmódicos quejidos.
Un hilo de sangre se escurre entre las fisuras de los dientes. Desde lo
alto, ojos de espanto. Corroe la culpa. Lo contemplan con respeto, sin
atreverse a sostener la mirada que los deja, sua-vemente. La mano en el
pecho, asida a la estaca que lo hiende: una última sonrisa. Al
fin lo han aceptado.
Sael Cuba Ravelo. Narrador.
Nació en octubre 1972, en Agabama, pe-queño localidad del
municipio de Fomento, provincia de Sancti Spiritus. Estudia Licenciatura
en Estudios Socioculturales. Recrea temas de la idiosincrasia del campesinado
cubano. A la sombra de los mejores na-rradores del género en la
isla -Samuel Feijoo, Onelio Jorge Cardoso-, su narrativa refleja las vivencias
del obra de campo en su medio.
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