LA
ÉTICA DE KIPLING
José REPISO
MOYANO,Diciembre, España.- La
libertad -dentro del ámbito social- consiste
en decidir, pero no tan sólo en eso, sino en decidir con una conciencia
social teniendo en cuenta que cualquier decisión puede beneficiar
o perjudicar socialmente- y, además, con un reconocimiento de lo
decidido por ejemplo, si una persona decide ser cristiana, ésta
y las demás tendrán que reconocerlo-.
La libertad, por ello,
conlleva responsabilidad (una ética) y racionalidad objetiva (una
aceptación o un reconocimiento de los hechos). De modo que, nadie
con pies y cabeza en una sociedad, puede elegir algo sin asumir sus consecuencias
y, ni mucho menos, elegirlo sin reconocerlo o sin aceptar que lo ha elegido.
Así es, la primera condición social equivale
a una obligación moral que siempre responde a el otro existe
ante mi decisión y, la segunda, refrenda a ese acto innegable
por el hecho irreversible que se ha permitido- respondiendo a la
decisión es un acto mío que influye en hechos: en el hecho
del otro-también los condiciona-.
Por consiguiente,
en cordura o en equilibrio mental, un Presidente no puede decidir una
guerra y no responsabilizarse de sus daños de la muerte de
miles de personas inocentes, por ejemplo-, ni tampoco negarlos. Sin embargo,
ocurre que sí con el consentimiento de
una gran parte de la sociedad, por lo que en desequilibrio mental se sugestionan
bastantes proselitismos ideológicos para seres humanos, por
supuesto, con nombres y apellidos-.
Joseph Rudyard Kipling (Bombay, 1865-Londres, 1936), hijo de un experto
de arte, pasó su infancia en la India hasta que, en 1871, fue instalado
en Southsea, Inglaterra, en donde recibió una educación
fría y austera, sobre todo en moralidad. En 1882 regresó
a la India; allí se impregnó de la realidad indígena
frente a la dominación blanca, frente a su intención civilizadora,
reprobándole su automatismo impositivo o exclusivamente imperialista.
Sus obras Tres soldados y Cuento de las colinas, de
este período de encuentro, entonces le dieron cierto prestigio,
ciertos ánimos, abriéndole un largo camino como escritor.
El moralismo de Kipling
pospone la presura política de los ingleses a la exaltación
de la libertad, pues, éste debe ir por delante significando un
patriotismo de entendimiento, de solidaridad y de reconocimiento de los
seres humanos por encima incluso de sus ideales.
Al imperialismo lo intesta a una misión u obligación ética,
a una reglamentación sagrada
o responsable; más bien de comportamiento en pro de una armonía
social, no de desentendimiento.
Con una admiración por el medio natural, en El libro de las
tierras vírgenes más popularmente conocido como
El libro de la selva-, Mowgle crece en la jungla de la India
ayudado por los animales pero enfrentándose a otros al mismo tiempo
representados
por un mal que, en realidad, existe en cualquier organización de
la naturaleza.
Desde luego,ningún animal desconoce la latente ley
de la organización natural de su medio, gracias a la cual es ayudado
siempre por otros. Así es, esa ley a nadie desprotege
totalmente confrontándose tal perfección con ciertas
de nuestra sociedad que sí olvidan o marginan o dejan solas a muchas
personas-, pues no evita lo armónico ni la integración.
Sí, en la selva, unos animales a otros no exigen unos agradables
antecedentes vitales, no prejuzgan; los que ayudan, esos, ayudan por un
impulso de armonía y también de supervivencia, no por demasiados
y retorcidos intereses. Y, ante esa armonía, la soledad
no existe porque, en el fondo, una ética y estética
para todos es menos reprobable, es menos moralismo y esteticismo
de conveniencias o menos dobles moralismos como la hipocresía
les manda-.
De pura naturaleza
fueron sus temas: el valor y los encuentros de plenitud que concede toda
experiencia liberadora, toda aventura lejos del sometimiento rígido
que fijan algunos seres humanos para beneficiarse unos cuantos-. En Capitanes
valerosos (1897) o en Puck de la colina de Pook (1906).
Más que ningún otro, Kipling magnificó dignificó-
la importancia de los vínculos de benevolencia espontánea
o de lealtad para la subsistencia de cualquier orden biológico.
De ahí que el niño no puede educarse frente a la naturaleza
como alguien que va a ordenarla o a cuidarla incluso-, frente a sus
padres, frente a otras culturas; digamos que el niño es algo o
parte de la naturaleza, que puede sin restricciones preguntarle o desearle
lo que quiera o, bien, enseñarle directamente -a través
de ella- sus emociones y,
¿cómo no?, los de otros pueblos o culturas.
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