Elogio de la
duda
por Antoni Puigverd
A un amigo que reside
en un país lejano le llama poderosamente la atención que
aquí todo el mundo tenga las ideas tan claras. "No sólo
claras: vuestras opiniones son sólidas como piedras y, aunque parezca
paradójico, veloces como la luz". Le maravilla que, en nuestros
medios de comunicación, se cite con tanta frecuencia a Zygmunt
Bauman, el sociólogo de la condición líquida. "En
realidad, estáis en los antípodas de la fluidez ideológica
y de las identidades cambiantes: aquí se fabrican opiniones a miles
sobre todo lo divino y lo humano, sí; pero desde una inmovilidad
granítica".
Aunque lleva más de 20 años en el extranjero, mi amigo nació
y vivió aquí. Y sostiene que el gran cambio entre el país
que conoció y el que ahora ha encontrado reside en el uso del lenguaje.
Antes era concreto, ahora abstracto. "Cuando nos reuníamos
en grupo para hablar, contábamos historias. Las conversaciones
giraban alrededor de anécdotas, no de categorías ideológicas
como hacéis ahora. Se explicaban chistes o batallitas. Se recordaban
historias de la familia o aventuras de juventud. Anécdotas de la
mili, de la escuela, del barrio. Se contaban chismes, cuentos más
o menos fantasiosos, escenas laborales, miserias del vecindario, intimidades.
Se repetía, con más o menos salsa, lo que se había
leído en el diario, escuchado en la radio o visto en la pantalla.
De aquella multitud de anécdotas, se deducían, ciertamente,
moralejas y reflexiones aleccionadoras. Pero lo más distintivo
de aquella manera de hablar era la forma narrativa".
"Ahora, en cambio, observáis el mundo con mirada de juez,
con rictus de examinador, con obsesión de taxónomo. No sabéis
observar, sólo clasificar. Incapaces de describir, calificáis.
Os encanta emitir sentencias. Ya no sabéis narrar vuestras aventuras,
anécdotas o vivencias; sólo expresar los sentimientos que
aquellas aventuras, anécdotas o vivencias desataron. A vuestros
conocidos ya no les contáis, por ejemplo, cómo os ha ido
el viaje, sino qué os parecieron las ciudades visitadas. Qué
tal se comía; si el lugar era limpio o ruidoso; si el hotel estaba
bien o mal; si el tráfico era fluido o espeso; si los precios altos
o bajos. Hasta con los amigachos no os oigo alardear de vuestras hazañas.
Ahora redactáis informes sobre la estética, la ética
o las habilidades de la seducida. Y, especialmente, si funcionó
mucho, poco o nada".
Mi amigo observa, con razón, que, en nuestra vida cotidiana, no
hacemos más que emitir juicios de valor. Pequeños dioses
en un inacabable Juicio Final, condenamos o perdonamos a vecinos y parientes;
a los compañeros de trabajo; a cantantes, modelos y famosos en
general. Y, por supuesto, a políticos, futbolistas y banqueros.
Todo el mundo discursea, todo el mundo fiscaliza, sospecha y pontifica.
Y siempre prescindiendo del hecho narrativo. Mi amigo ha observado que,
en el extremo más llamativo de esta tendencia, abundan los integristas
de cualquier linaje ideológico. Tipos que sólo abren la
boca para expulsar viscerales exclamaciones de apoyo o rechazo a una causa,
a un líder, a unos colores. Tipos que, para hablar, no usan la
lengua, sino el dedo gordo, como los viejos emperadores romanos. Dedo
arriba, dedo abajo. Condenar o salvar.
La desaparición de nuestros cuentos cotidianos alguna relación
tiene que tener con el exceso informativo de nuestro tiempo. El hecho
es que la mayor concentración de opinadores dogmáticos y
maniqueos se da precisamente en la infinita galaxia de internet, donde
la información es más rápida, caudalosa y abundante
que en cualquier otro ámbito. En la denominada blogosfera y también
en las webs informativas, se tiende con gran facilidad al comentario taxativo,
radical, irrefutable. La duda brilla en internet por su ausencia.
La duda siempre ha tenido mala fama. La tiene hoy, pero también
ayer la tuvo. Y sin embargo, es imprescindible. Especialmente en esta
época en la que todos llevamos un juez en el cuerpo. Sin la duda
metódica no habría avanzado la ciencia. Y sin la duda el
pequeño dios que llevamos dentro carece de contrapeso. La duda
nos familiariza con el otro, con las miradas opuestas. La duda, ciertamente,
corroe la propia identidad. Desconcierta y fatiga, sí, pero fomenta
la prudencia y cultiva el respeto. Es problemática, pero democrática.
Václav Havel (aquel escritor que, por circunstancias de la vida,
se encontró ejerciendo de presidente de Checoslovaquia y más
tarde de la República Checa) aprendió a dudar mientras mandaba.
Y cuando dejó el cargo, en un discurso memorable, dijo: "Cada
día me asusta más la idea de no estar a la altura. Cada
día tengo más miedo de cometer errores, de dejar de ser
alguien en quien se pueda confiar. Cada día tengo más dudas,
incluso de mí mismo; y cuantos más son mis enemigos, más
me pongo mentalmente de su lado".
Antoni Puigverd
Publicado en La Vanguardia 14/12/2009
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